Fronteras adentro-primer asalto

— Algún día…te vas a enterar que para manejarse bien en esta jungla, tenés que ser el rey de los animales.

Ella bajó la mano que siempre levantaba y jamás estallaba en mi mejilla, a pesar de todas las intenciones de sus ojos. Siguió de largo y estuvo mimoseando al pendejo con sus aires entre doctora y gata, indefinibles entre el morbo y la simpatía o el afecto. Yo me apoyé en la puerta entre las salas, para mirar a Viviana haciendo alarde de su femineidad descomedida, mientras limpiaba, generosa, todos los machucones del pendejo e inventaba algunos pases mágicos verbales, para caer maternalmente exacta.

A ella le molestaba mi mirada. No podía trabajar cómoda. No podía consolar.

El pendejo también me miraba, de vez en vez y yo le iba aprendiendo su primer miedo.

Así que yo venía a ser el primer hijo de puta –más hijo de puta que él– que se encontraba en su camino y eso le hacía tomar una drástica conciencia de que había algunos con los que se podía joder y algunos que lo podían joder a él.

Cuando terminó su trabajo, Viviana, compasiva y enternecida le dijo «dormí un poquito, que ya te vas a sentir mejor» y se volvió a la salita de adelante.

Regis no había llegado todavía.

La doctora no entornó la puerta, negando, con ese acto, privacidad a las dos dependencias. Recién después se volvió a mirarme. Tiró los algodones sucios en el tachito.

—Oíme, hijo de puta ¿Por qué dijiste lo de la cama? Yo no me acostaría ni borracha con vos porque sos un hijo de puta que está acostumbrado a salirse con la suya, no le importa cómo porque se caga en todo, absolutamente en todo —me reprochó.

Pensé que había dejado la puerta abierta a propósito. Seguramente quería dejarles claro a los de la otra sala que ella no avalaba absolutamente en nada las cosas que yo hacía y que se veía obligada a aceptar mis izquierdas porque ahí venía a ganarse el mango, pero entre ella y yo, ella decidía levantar la barrera de su decencia y dejarme a mí la indecencia completa.

—Te hago cierta la fantasía, mamita ¿No decís siempre que soy un animal? —la sobré.

—No siempre. Tenés tus momentos —recapacitó, como si pensara que si pasaba algo serio de todo lo que le había vaticinado sobre que mis internos la violaran por lo provocadora que se vestía, el único realmente capacitado para evitarle la situación era ese animal que ella cuestionaba.

—¿Pensás o no pensás que soy un animal? Decidite, torda —la apuré, burlón.

—Cuando te sacás y hacés estas cosas, sí.

Asombrosamente, descubrí que no me trataba de usted ni me soltaba el «licenciado» cada cuatro palabras. Eso me dio una sensación depredadora y se me hizo agua la boca.

—No me saco yo. Me sacan… A ver, ¿decime desde que estás a cargo de la sanidad, cuántos pibes fajé? —quise saber.

—Varios.

—¿Con motivo o sin?

—Qué sé yo. Vos siempre tenés excusas, siempre, según vos, tenés motivos. Lo hacés con todo. Como cuando te colgaste de la luz y no pensaste que esta es una repartición del Estado y que robar luz en un delito.

—Son chicos… ¿Los podías dejar sin luz? Con una mano en el corazón, torda, decime ¿es justo que además de estar en la jaula, la jaula no tenga luz porque el Estado ese que decís no me manda las partidas en tiempo y forma? ¿Cuál de las dos cosas es más delito, torda?¿Qué los chicos o sea “los bienes tutelados” tengan que vivir en la oscuridad o que yo conecte dos cables de mierda para que por lo menos vean lo que comen a la noche y puedan leer las cartas de sus viejas? —rebatí.

Ella apretó la boquita como si le hubiera hecho cosquillas y no se quisiera reír.

—Tan bravuconcito… tan matoncito…¿Te escuchás lo que decís? En el fondo sos pura ternura —me contestó— Eso creo, que no querés mostrar el fondo porque ahí solamente hay ternura y si te la ven, fuiste.

—Y yo creo que justo por eso, te masturbás pensando en mí.

Me miró y sonrió. «Pelotudo…», bisbiseó, pero para ella sola y se puso a acomodar algunas chucherías, dándome la espalda.

—Igual. Te pasás de mambo. Cómo vas a decir que te encamás conmigo si no es cierto —expresó después, en voz alta y contrariada— ¿Qué estarán pensando los internos?¿No se te ocurrió?

—Vos nunca vas a terminar de entender cómo funciona la cosa…—le respondí, desganado.

—Ya sé que son todos delincuentes… pero el primer delincuente acá adentro sos vos. Sos el jefe de los demás. No se salva nadie acá, de vos para abajo.

—Ah…entonces, después de tanto tiempo, lo entendiste… pero te gusta tu papel de boludita…—la empecé a sermonear.

Para ella fue suficiente.

Me cagó el sopapo, que de repente dejó de ser la tan postergada hipótesis de él y me dio vuelta la cara, además del motivo que buscaba para agarrarla, contenerla y apretarla, porque lo que había dicho de la ternura y todo eso, me había hecho enojar. La psicología de cuarta de las minas maternalonas de puro minas, me jode infinito.

Quedó contra la mesada, entre la mesada y mi cuerpo. Temblaron algunos frasquitos, que hicieron un ruido vidrioso y cascabeleante.

—¡Soltame! —balbuceó pero, sin embargo, no forcejeó.

Incliné un poco la cabeza, buscando el ángulo exacto de su boca. Mientras la besaba le acaricié los pechos. Se irguieron enseguida, endurecidos, a través de la remera.

Avancé, contabilizando la platea y ese aire en suspenso, hecho todo con densidad caliente y agresiva.

Ella aceptó mi lengua dentro de su boca y yo sus manos en mi espalda. Bajé. Busqué. La firmeza de las nalgas movedizas me ocupó las dos manos. Las distraje un rato ahí, levantando la faldita hacia la cintura y bajando las bragas para que no molesten. Quería un animal en guerra, tenía una guerra animal.

Viviana ni siquiera dijo que no. Estaba mojada, muy mojada y todo ese jugo caliente y difusamente salino me impregnó los dedos con una humedad espesa, mientras la doctora se arqueaba levemente, con un quejidito sofocado, mordido, de una boca dentro de la otra, de un instinto respondiendo a otro. Agitada, Viviana respiraba fuerte, con ruido. Pensé que estaba tan caliente porque la excitaba la brutalidad –según ella– con la que yo manejo el Albergue o la brutalidad general que ostentamos todos acá, como dijo ella, de mí para abajo. Moverse entre fieras, entre animales. Hacerle mimitos a esas bestias sin casta, capaces de matar sin remordimiento, jugados sin esperanza, por más esperanza que nosotros intentáramos –nosotros, los que ideamos este proyecto y que ya habíamos estado en la misma– crear para ellos. Y la excitaba desafiarme a mí, buscarme la respuesta, la mordida, el ansia siempre insastifecha. Lo que dijo de tierno, fue para despistar.

Regis tosió en la puerta. Viviana escapó al baño. Los pibes llenaron el aire de rechifles reprobatorios y de gritos.

—¿Qué hice ahora? —me preguntó Regis, frente a tanto chiflido e insulto mañanero.

—Es su poco sentido de la oportunidad, Regis. Les interrumpió la porno y puso a Chaplin —le batí.

Regis dijo un largo «bueh… licenciado, usted también…» y se dedicó a sus cosas ahí adentro. Yo opté por ir al comedor a desayunar.

Viviana se había encerrado, así que antes de salir le golpeé la puerta del bañito.

—No tengo SIDA, Vivi —le aclaré— ¿Me abrís?

Siempre me gustaron los baños.

(Del libro: A fojas cero-páginas sin orden)

4 comentarios sobre “Fronteras adentro-primer asalto

    1. Sí, Mirel querida, de una revisión se trata. Es nueva la novela porque estoy ordenando cosas que todavía tengo sueltas y ya sabés, yo me ordeno escribiendo. Un poco de Hijos y un poco de El Ser. Orden es alivio.
      Abrazos, amiga mía.

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