La mujer del tarot

La casa de la mujer del tarot estaba justo en la ochava.

Quedaba ahí, en la esquina de la cansina calle de las tardes, soleadas al sesgo su pared de ladrillos y sus ventanas altas con celosías de metal, pintadas de un amarillo descascarado y sin brillo.

La casa parecía un antiguo almacén del ‘900, con parapetos hacia la vereda. En ellos, a veces se sentaban las personas que esperaban el ómnibus.

La mujer del tarot vivía sola como todas las brujas. Era pequeña, casi minúscula dentro de una magrura carcelaria, pero al Laucha ella no le daba miedo como a todos. Le parecía intrigante ese aspecto de esqueleto que emparentaba con el suyo propio, febril y diminuto como un juguete eléctrico que nadie desenchufa. A veces miraba a Samuel con sus ojos escuálidos, cuando Oscar lo mandaba a la panadería para comprar medialunas de grasa.

Coincidían en el amplio salón separado por las estanterías de la cuadra desde la que llegaba olor a pan y la mujer del tarot siempre decía: “está el chiquito, tiene que ir a la escuela”, aunque no fuera cierto y estuviera ella antes que el Laucha.

Pero él iba poco a la escuela por entonces. Iba poco a la escuela, pero seguía leyendo hasta los envoltorios de fideos y de papel higiénico, como una compulsión escapista que le permitiera un camino a alguna otra parte que no quedara dentro de su vida.

Peleaba como un loco con los otros chicos del Boxing, porque la rabia es sorda y da combate y el Laucha se sentía cada vez más desterrado y andaba cada vez más afuera y más solo en su propio margen de la vida, acampando en la sobras, condenado a un ostracismo impúdico por los pechos helados de Sofía que, desde aquella vez de la cama, solía enseñárselos, provocativamente, diciéndole que no lo había querido amamantar para que no se le arruinaran “y por eso sos así de flaco y feo”, agregaba.

De regreso a su madre, luego de la muerte de su abuela Cata, el Laucha había sido una cosa ahí que todo lo cuestionaba y que todo lo entorpecía con reclamos y furia. Peleaba con Oscar padre, peleaba con Sofía y su cama oliendo a hombres que resoplaban fuerte por las noches; cuidaba a su manera a sus medio hermanos cagados y meados de indiferencia y miedo que lloraban de un hambre que solamente él sabía aguantar sin saber por qué.

La mujer del tarot siempre le regalaba una factura de su bolsa de papel madera. La sacaba con un gesto mágico y circense y se la daba al Laucha “para el recreo” de una escuela a la que Samuel ya casi había olvidado.

Era una bruja con ojos aguachentos y hondos. Ojos como Samuel se imaginaba las lagunas con patos y los pozos en medio del desierto.

Él no podía articular un “gracias”. No alcanzaba a decirlo, pero ella lo escuchaba con su mano sobre el pelo del chico y respondía: “de nada, es para el recreo, no te la comas antes”, como si le viera el hambre colgando de los dientes.

Un día, la mujer del tarot lo invitó a su casa. Le dijo que tenía una ropita para él y el Laucha supo que a esa señora se le había muerto un hijo “que cuando se murió tenía tu edad”.

—Hace muchos años —le explicó la mujer del tarot, también.

Él pensó que a toda la gente buena se le morían los hijos y que él hubiera querido nacer muerto y sin embargo, seguía vivo ahí, con esa madre horrible, esos hermanitos aterrorizados y reclamantes, ese Oscar maldito e inclemente que muchas veces lo hacía sentir como a un pobre perro sarnoso y azotado que se escondía debajo de las mesas.

La casa de la bruja tenía un recibidor oscuro que olía a cera y a mueble muy antiguo. El aire parecía lo más quieto del mundo, encerrado, cautivo. Las sillas eran de cuero negro, como si todo allí estuviera ceñido a un luto interminable.

Dentro de la cocina, la mujer del tarot le preparó un chocolate espeso, en un tazón enorme. Un chocolate dulce y persuasivo, que napaba al revolverlo la cuchara. Samuel devoró los bizcochos y bebió el chocolate, como si tuviera que alimentarse por varios.

Entonces, la mujer del tarot se sentó frente a él y le tomó ambas manos, palma arriba. Las estuvo observando un largo rato como si viera un mapa por el que estuviera destinada a caminar.

Él le dijo que se tenía que ir, porque sus hermanitos habían quedado solos y agregó: “con Oscar”.

La mujer del tarot lo acompañó, despacio, hasta la puerta. Sin abrirla, lo besó en la frente.

—Liberá al ángel negro que vive dentro tuyo. Liberalo… dejá que abra las alas. Liberá tu ángel negro, Lauchita —dijo, cuando lo despidió—. Dejalo que haga por vos. Él te va a salvar. Dale su espacio

Esa noche mi padrastro abusó de  mi hermana la más chica y yo lo maté de seis disparos con su propia pistola.

(De: El ser y la rabia)

Imagen: Around the street by P Stoev

6 comentarios sobre “La mujer del tarot

  1. En el final me quedé con los ojos como dos culos de vasos. ¡Wow! Te leo hace tiempo. Nunca comento porque no sé bien qué decir. Ni siquiera ahora sé bien qué decir, pero éste es uno de los textos que más me gustó y me es imposible no comentarlo, aunque la historia sea trágica.

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  2. Pato ha dejado un nuevo comentario en su entrada \»La mujer del tarot\»: En la opción acerca de las reacciones, puse que me conmovías. Eso me pasa cuando leo tus historias, y tb me atrapan. Sos como una araña que va tejiendo y tejiendo una mezcla de prosa poética y de historias de la que es dificil escapar. Me está pasando eso con \»páramo\» y me pasó ahora mismo, cuando a punto estaba de continuar con \»lo otro\» y me tenté con esta historia de tu blog. Y no me equivoqué, porque sucedió lo siguiente: logré atravesar tu corazón de escritor y el corazón de la historia al mismo tiempo. No sé explicarlo mejor. Esta historia es tierna, redondita y pura como la factura de la bruja buena, pudo ser pan amargo, sin embargo le encontrás la vuelta a la belleza en medio del infierno. Eso es grandioso.Besos.

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  3. Patito, no me mates. Como el texto tenía dos días me llegó el mensaje desde la moderación y cuando le iba a dar a publicar, la gata me saltó sobre el mouse y en vez de publicar se activó suprimir, así que se borró el original tuyo.Entonces me permití copiarlo desde la carpeta de google de moderación, así que por eso salió así de crota la cosa.Te explicaba el otro día que el corazón de la historia es el mismo que el corazón del escritor, o sea, la historia y el escritor son la misma cosa y por eso pongo lo que pongo al pie. Eso de vivido, escrito y publicado. Yo creo que para poder escribir, hay que saber mirar bien la vida y es lo que trato de hacer: mirarla entera y no solamente una parte del baile.Queda en pie lo de tu novela, linda, que no se me olvida.Lehitraot

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  4. Acabo de conocer tu blog y hay tanto material que no sabía por donde empezar. Será porque soy astróloga (pero no me considero perteneciente a la categoría de bruja), entré directo a este texto. Quedé atrapada en esa maraña de crudeza, en esas insinuaciones poéticas, como dichas al pasar, en las descripciones medidas pero que te ubican en el lugar, en los personajes… y respiré profundo cuando terminé, porque me había quedado sin aliento.Como también soy una obse de la estética, agrego que me encantaron las fotos en blanco y negro (una vieja pasión) y como diagramaste el blog.Te dejo un gran saludo y verás mi ícono entre los que te siguen.

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