Hyderianas

«Soy ese tipo austero que viaja por sus propios desengaños»

–no “con ellos” sino “por ellos”, repitió,

 «y se te hace incomprensible. Esperabas un poeta y te encontraste un químico. Esperabas un químico y te encontraste un carpintero ¿Esperabas un soñador?¿Alguien que se albergara en la esperanza como debajo de un edredón de plumas?¿Alguien que supiera contarte las doce mil imágenes en que una luna llena se desdobla en el agua sobre el mundo?¿Qué esperabas de mí?¿Que supiera hablar de palomas que no estuvieran muertas?¿De niños que no estuvieran mutilados?¿De unas manos piadosas que curaran las llagas del leproso?»

Levantó los ojos y observó la lluvia, detrás de la pantalla de la portátil y dentro del diminuto jardín de invierno, guardada allí, como en una postal china.
 
—Cómo llueve en esta ciudad puta –reflexionó, sobrepasando el marco de las palabras y el contorno en brumas de la puerta de vidrio.
 
Se sumergió en la pátina de agua, con sus gritos de piedra, audibles tan sólo para sí. 
«Vas llorando y a pie, como si ya no me buscaras entre todas esas tumbas que se han vuelto viejas y yo ya ni siquiera fuera yo.
¿Cómo me imaginabas y no soy?¿Cómo un intelectual condecorado por críticos solemnes, que sabe hablar de “Holderling y Heideguer”, cuando siquiera entiendo bien como escribir sus nombres?¿Con más plumas que pasos por el mundo, haciéndome el difícil para el público que me mira asombrado cuando hablo como si fuera el bruto bicho este que soy?¿No me leíste? O si lo hiciste ¿qué fue lo que leíste, que yo no estaba ahí?»
—Cómo llueve en esta ciudad puta.
 
El dolor no cejaba. Era una rata tiesa, royéndole la calma en cada órgano, metódica. Y la tos aumentaba como el final de un capítulo, hecho todo de tuberculosis.
 
El teléfono sonó varias veces, en que él lo ignoró.
 
Irónicamente, había puesto Hatikva como ringtone, en un alarde de quién sabe qué, porque no podía explicarse muchas cosas a sí mismo. Siempre le parecían hechas por otro. Luego, ya hechas, él acataba aquello, por temor a contravenir con su consigo, como si su consigo y él se separaran en momentos puntuales y se ejercieran, dicotómicamente.
«Ni siquiera me digo a mí mismo que ojalá fuera otro»
—Yo sé que está molesto, coronel…pero necesitamos conversar. Hágame el bien, hombre… Necesitamos llegar a un entente usted y yo.
 
Cuando atendió, escuchó a Arbitti del otro lado del teléfono que sostenía apretado entre la oreja y el hombro mientras escribía.
«Yo no creo en la vida ni en el mundo, pero intento creer, aunque parezca una contradicción, en los pequeños gestos. Cuando no existen los pequeños gestos, cuando ya ni siquiera eso existe, es cuando definitivamente se ha perdido, uno mismo y los demás, todo se ha perdido.»
—¿Me escucha, León?
 
—Si, doctor…Lo escucho.
«¿Qué pensabas de mí?¿Que yo soñaba como un poeta sueña con lo mágico?¿En el orden de las defraudaciones, es acaso terrible que este tipo sea no ese intelectual exuberante que bien puede ser si acaso quiere, sino el que quiere ser, ese que anda por el mundo oscuro donde todos son una rutina de seres medio pelo, que no buscan descollar más que mintiendo bien?¿Cómo puede joderte que Hyde mienta?»
—Sinceramente, hombre…no lo quiero perder. Lleguemos a un entente, por favor…Entiendo y atiendo su molestia… Quiero hablar con usted. Hágame el bien, coronel.

—Ok, doctor. Dígame cuando. 

(De: Novelas robadas sin terminar)

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